El historiador y archivero municipal de Zafra José María Moreno González hace una evocación histórica acerca de la epidemia como azote social durante la era pre-industrial, cuando sufrir de cólera o la peste significaba una muerte segura
Acostumbrados a vivir cada vez más una realidad impregnada de virtualidad en la que creemos hallarnos a salvo de cualquier adversidad y donde todo remedio es factible, las noticias que hablan de diversas personas de nuestro país infectadas por el virus del Ébola han supuesto un shock que nos ha devuelto la conciencia de nuestra verdadera existencia, lo frágil que somos y de paso ha despertado un sentimiento ancestral: el miedo y su correlato el pánico. La histeria de la que hemos hecho gala contrasta con el estoicismo con el que los habitantes de los países donde se localiza el foco de la plaga afrontan su sino.
Las imágenes de unos y otros se asemejan a las de los protagonistas de El Decamerón, que, acuciados por la Peste Negra que asolaba Europa en 1348, decidieron acogerse tras los muros de un palacio para contar historias con las que entretener los días y esperar que el mal no les afectase.
Y es que hasta hace apenas un siglo las epidemias era visitantes asiduos de Zafra. Tenemos constancia de su presencia desde el siglo XV, si bien su virulencia no alcanzó las cotas de la centuria anterior, lo cual no era consuelo, pues los remedios sanitarios de los que disponían eran insuficientes para atajar los brotes. En efecto, todos sus esfuerzos iban dirigidos a prevenir el contagio, cifrando sus esperanzas en conocer cuanto antes el foco de la enfermedad y en qué localidad. Identificados estos, la villa se parapetaba tras la muralla, se establecían rondas de vigilancia y los accesos por las distintas puertas quedaban restringidos; los contraventores de estas medidas se enfrentaban a severas penas. La vida entonces languidecía, se acompasaba al son que emanaba de las campanas de iglesias y conventos convocando a oficios religiosos con los que librarse del funesto visitante, mientras que la actividad económica se amoldaba al ritmo impuesto por la demanda interior —las ferias quedaban suprimidas.
Si por desgracia la infección penetraba en la villa los estragos que causaba eran terribles, la muerte se enseñoreaba y llamaba inmisericorde a las puertas de las casas, cobrándose un elevado tributo en vidas. Los infectados, sin posibilidad de curación, aspiraban a un final lo menos doloroso posible. Tras el deceso, los familiares se apresuraban a quemar todas sus pertenencias y a picar y encalar las paredes de las estancias en las que habían permanecido.
El testimonio más desolador de los efectos del azote epidémico en Zafra corresponde a 1834, con la llegada del cólera —conocemos el número de vidas que segó gracias a la contabilidad que de las mismas llevó un celoso clérigo de la colegiata—. Su virulencia fue tal que la Junta de Sanidad se vio en todo momento sobrepasada por los acontecimientos. El cordón sanitario establecido solo agravó el panorama, ya que la incomunicación también restringió la ayuda. En cambio se emprendieron diversas medidas profilácticas que demostrarían su eficacia con posterioridad: supresión de las aguas estancadas y residuales, el aseo de los espacios públicos, el control del correo mediante el expurgo, picado y envinagrado, dedicar la Ermita de Belén a lazareto y la construcción del cementerio municipal.
Por otra parte, cuando los esfuerzos para contrarrestar el morbo resultaban baldíos, la religiosidad se antojaba como el último baluarte. Misas, oraciones, novenarios… se suceden sin descanso. Otra estampa habitual eran las procesiones de las imágenes religiosas nimbadas de un aura milagroso: Cristo del Rosario, Virgen de Belén, etc. Ninguna consiguió acallar el sufrimiento.
Orfandad portentosa que quedó solventada dos décadas después, cuando el cólera visitó de nuevo la población. En esta ocasión emergió como imagen salvadora la del Cristo de los Afligidos, que fue trasladada en 1854 al Convento de Santa Marina para realizar unos oficios con los que aplacar el mal. La fortuna quiso que este acto coincidiera con una remisión de la pestilencia, pero para los devotos de la imagen fue imputado a su intermediación divina. A partir de entonces dicho Cristo quedó orlado de un carácter taumatúrgico, que de nuevo fue puesto a prueba en 1884 ante la misma epidemia.
Hoy, más prosaicos, nos encomendamos a los avances científicos de los laboratorios, que a nuestro pesar actúan en función de su cuenta de resultados.
José María Moreno González
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